La historia de Murciélago, el perro de corazón roto

Una leyenda encantadora sobre un perro fiel que nos cuenta un minero de Guayana, que prefiere mantener su identidad en secreto.

La historia de Murciélago, el perro de corazón roto

Un minero de Guayana nos explica esta leyenda local

No hace mucho contacté con un hombre que trabaja en las minas de Guayana, Sud América. Estas minas están situadas en medio de la selva amazónica.

Allí, entre vegetación densa, se está expuesto a muchos peligros. Un perro allí puede ser una gran ayuda y protección.

A pesar de que no estoy a favor de las actividades industriales que explotan y destrozan el bosque, creo que vale la pena conocer una bonita historia relacionada con nuestras mascotas.

Esta historia real, narrada por Edipo, trata de un gran héroe local; el perro Murciélago. Es muy emocionante, espero que os guste.


“Hace algunos años conocí a un perro llamado Murciélago que por algún tiempo me regaló su compañía. Era una curiosa mezcla de pastor alemán con dóberman, aunque sería difícil decirlo porque era un mestizo. Era delgado y elegante, con el lomo negro al igual que las patas y el pecho de un marrón tostado como las hojas secas de un caramacate.

Anduvimos juntos por algún tiempo, éramos amigos, jamás se consideró de mi propiedad ni yo me consideré su dueño.

Tenía Murci la curiosa costumbre de convivir con alguien por un tiempo hasta que algo dentro de él le decía que era tiempo de marcharse y sin mayores argumentos ni razones, sin haber recibido ofensa ninguna por los miembros del campamento, se marchaba, daba algunos pasos por la pica, volteaba y sin más solo se iba.

Esta conducta despertó cierta animadversión entre el gremio minero, muchos lo tildaban de malagradecido; para ese entonces yo no lo conocía y tampoco había compartido el mismo techo con él, ni tampoco cosa alguna.

En las apartadas regiones mineras donde se carece de entretenimiento, los hombres que allí habitamos, acostumbramos en la noche conversar y compartir historias y en no pocas ocasiones se trató el caso de mi futuro compañero y amigo Murci.

Todo el mundo tenía una opinión o más bien una queja sobre el de orejas puntiagudas y siempre era sobre lo muy malagradecido que era ese perro que — en mi rancho lo queríamos mucho —, argumentaba alguno con indignación.

— Sí, es verdad porque con nosotros pasó un tiempo y vea usted, levantó el rabo y muy pando se fue — decía otro y hacía un gesto con la mano que enfatizaba el canallesco comportamiento del animal.

Pero ese día participó Don Jaime, que tenía la consideración y el respeto de esos hombres mayores, que no solo por sus canas se acreditan el respeto de sus semejantes.

— Es que hay un rolito que ustedes no saben — dijo con calma. Comenzó a contar que el perro había llegado con su dueño, — ahí se desembarcaron — y señaló hacia el puerto del río Botanamo que era una depresión natural en el relieve acantilado. Continuó describiendo en qué lugar habían trabajado y relató lo bien que les había ido, tanto en Matías como en el Martillo que son sectores de extracción de oro.

Contó que un buen día el dueño y sus compañeros se embarcaron en la lancha y aunque el pobre perro trató de subirse, lo rechazaron. El pobre animal se desesperó y se regodeaba en su confusión hasta que escuchó el gorgoteo del agua producido por la propela.

Don Jaime contó con detalles los cambios de ánimo del animal, cómo se relamía el hocico con nerviosismo y giraba en círculos, ladraba con un dejo de tristeza que incomodó a los presentes, pero el amo traidor se mantuvo firme en su corpulencia y ya cuando la lancha por fin arrancó, se hizo imposible evitar que Murci se lanzara al agua y nadara un buen trecho en un inútil intento por alcanzar a su amo.

— Yo creo que si no es por los caimanes ese perro hubiera llegado nadando hasta el río Cuyuní (muy lejos)— dijo el viejo con ese dejo sarcástico, socarrón y cruel de nosotros que suele confundir a nuestros oyentes.

En aquel improvisado tribunal se hizo un nítido silencio que flotaba en la tartajeante palpitación de una planta eléctrica que mantenía viva la agonizante luz de una bombilla asediada de insectos encandilados.

Se podía escuchar cómo se amartillaban de tristeza los corazones de aquellos hombres que habían visto, vivido y sufrido tantas cosas duras y difíciles que los habían traído hasta este rincón tan oriental de la inmensa montaña que solo estando quieta es una amenaza. Por eso mismo una amistad es tan valiosa y estando tan lejos de tu casa, tu familia es aquel que está a tu lado y esto vale también para un perro.

El que hasta ahora había sido el defensor de la causa de Murci, pasó ahora a ser un cruel fiscal contra el dueño desertor y sus compañeros que habían abandonado a su defendido.

— Porque eso no se le hace a nadie, amigo. Un perro es un compañero, ahí estuvo ese pobre animal varios días sin quitarse de aquí llorando, y si no se murió de hambre fue porque lo obligué a comer. Carajo esos hombres son unas lacras — dijo con tanto énfasis que aquello fue una rotunda condena.

Todo el que estuvo presente asintió, así como todo aquel que fue escuchando las versiones mejoradas y ampliadas de lo que se habló esa noche. La suerte de mi amigo cambió y no es que pasara hambre, pues jamás fue así, pero en el entendimiento rudo, básico y primitivo de justicia que tenemos, Murci era la víctima.

Pero aún a ustedes les falta conocer el evento que convirtió a Murci en una celebridad en todas las minas de la región. Hay una especie de caserío donde acudimos a comprar los alimentos y cualquier cosa que necesitemos. Hay una calle amplia que es a su vez una plaza, aquí se encuentran dos bodegas una frente a la otra y varias casas de madera aserrada; por allí se encontraba nuestro amigo aquellos días.

Ya toda la población de los distintos sectores se había enterado, por el tambor de la selva, de la historia de Murci y este recibía con dignidad y elegancia los rudos cariños de todos nosotros.

Un día en que se encontraba entretenido husmeando y pateando piedritas, me cuenta uno de los bodegueros que lo vio ponerse rígido como acontecido por algo y de golpe el perro salió corriendo luego de dar un par de ladridos.

Los que vivimos en este ambiente percibimos el peligro con algo así como un sexto sentido, algo extrasensorial, y este hombre supo que algo pasaba. Siguió con la vista alterado y expectante el trayecto del perro que se dirigió decididamente a un campamento que está al lado de la bodega.

Allí se encontraba una señora cocinando en un fogón de leña y justo en aquel momento, la mujer se inclinaba para tomar una asta de leña y atizar la candela, cuando el perro la sorprende y asustada se endereza por lo que le pareció un ataque de aquel animal con el lomo erizado y visiblemente furioso.

Un repentino chillido de dolor alertó a todo el caserío: el animal había sido picado en el hocico por una culebra cuaima piña que se había enroscado sobre la leña.

Rápidamente, en vista del jaleo, los gritos y los gruñidos, varios hombres acudieron en auxilio del valiente y desinteresado Murci, que había salvado a la señora que lloraba de emoción y creo que también del susto.

Está de más decirles que todo el pueblo ayudaba en el tratamiento del herido bien con específico y con rezos; y digo rezos porque hasta un indio curandero le trajeron para salvarle la vida a mi amigo y de todo aquello algo realmente funcionó porque se salvó, no le quedaron secuelas y hasta pudo engendrar gran número de hijos que son muy valorados.

Luego de estas aventuras y otras más fue que mantuve trato personal con este heroico señor que ya forma parte de las leyendas de la mítica tierra de Guayana. Varias veces se hospedó conmigo, iba y venía a su antojo y se quedaba tanto tiempo como le parecía conveniente.

Teníamos como rutina en las tardes, sentarnos a conversar, yo sentado en mi chinchorro con las piernas a los lados y él con las piernas cruzadas al frente con la cabeza erguida o apoyándola sobre las patas; como dos caballeros que se cuentan las impresiones del día.

En ocasiones acariciaba su pelambre corta y liza que me recordaba a una nutria. Me angustiaba tratarlo de forma que complaciera sus enigmáticos estándares. Lo que sí pude sacar en claro es que en todo campamento que estuvo, tomó como razón para marcharse el ver a alguien recogiendo sus pertenencias. Algún vago recuerdo que de seguro relacionaba con la partida de su antiguo amo.

Vivió bajo mi techo hasta que tuvo a bien retirarse. Mucho tiempo después cuando un día me tocó salir de aquella mina donde nos conocimos por puro azar coincidimos en el puerto, traté inútilmente de convencerlo de irse conmigo, pero fue en vano.

Una vez que ya había cargado la impedimenta me acerqué a él y se frotó en mis piernas, como hacen los gatos. Me monté en la lancha y se quedó sentado en una pose tan noble que nunca olvidaré.


Murciélago, el perro que nos dio una lección sobre lealtad y confianza y que esa confianza es tan difícil de recuperar una vez burlada y traicionada, y se portó más como una persona que mucha gente.

Donde quiera que estés mi buen amigo, cuente con mi respeto y espero que estas líneas te hagan vivir más allá de las montañas que tú y yo amamos tanto, que el mundo sepa de tu triste historia y de tu heroico gesto.”

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